Era una casa muy
pequeña y algo oscura. Al atravesar el umbral, parecía entrar en una dimensión
paralela, un mundo en el que el tiempo quedaba suspenso y que no había conocido
las crueldades de los estragos de la guerra recién terminada. Las ventanas
cerradas dejaban filtrar unos rayos de sol que le conferían a esa habitación
angusta una atmósfera diáfana; las partículas de polvo flotaban libres e
independientes, como moviéndose imperceptiblemente en una danza hipnotizadora
que envolvía a Jonas y hacía que este se olvidara de la presencia de Doña
Mercedes, una mujer dura y que llevaba en el rostro las marcas de una vida
llevada con amargura y recelos. De repente, se abrieron las pequeñas ventanas
por mano de Doña Mercedes y Jonas volvió a la realidad de esa habitación que
no ganaba belleza a medida que la luz escasa se abría paso hacia los rostros de
los presentes, sino que mostraba aún más claramente los desperfectos de aquel
espacio. Jonas notó moho en las cuatro esquinas superiores de la habitación y
no pudo no fijarse en las cañas del agua que atravesaban el techo y que estaban
cubiertas de rojizo. El olor a cerrado no había mejorado a pesar de las
ventanas abiertas, era evidente que hacía mucho tiempo que nadie entraba en
ella para poseerla y vivirla. Y el polvo, el moho, la herrumbre y la soledad
habían borrado cualquier olor que pudiese recordar la presencia de un ser
humano. Y Jonas, extrañamente, pensó en la soledad de un mundo inhabitado, un
mundo que era un paraíso de dos seres humanos, Adán y Eva, desnudos y lascivos,
como lo eran Marta y él antes de que la guerra se la llevara consigo.
- “Está
bien, me la quedo”, dijo Jonas sin cambiar la expresión del rostro.
- “Muy
bien, pasaré el día cinco de cada mes a por el alquiler. Le recomiendo
puntualidad en los pagos, señor Mnatzinger”. Dicho esto, Doña Mercedes le
entregó las llaves sin añadir otras palabras (era una mujer muy tacaña, hasta
cuando se trataba de gastar palabras que consideraba innecesarias) y se fue.
Cuando la austera
señora cerró la puerta detras de sí, Jonas se sentó en la cama polvorienta y
pensó que ese lugar desolado y con ese aire perenne sería su paraíso solitario,
donde volver a comenzar una vida sin guerras.